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El fin de la literatura del yo, yo, yo

¿Se empieza a agotar la fórmula del yo? Los escritores Mariana Enriquez, Laura Fernández y Carlos Zanón reflexionan sobre el empacho de lo confesional y el retorno de la imaginación a la literatura


La literatura del yo asaltó las librerías hace ya más de una década y desde entonces vivimos rodeados de memorias, autobiografías puras o mezcladas con la autoficción, diarios, epistolarios... desnudar el yo más íntimo es desde hace tiempo la nueva normalidad literaria. A ello se suma la eclosión global del #MeToo, que cinco años después sigue generando un boom de relatos tan necesarios como insustituibles en primera persona. Pero si todo el mundo cuenta su historia y si todas las historias merecen un libro, ¿qué es lo que distingue al testimonio de la literatura? ¿Empieza el yo a dar signos de agotamiento?


La escritora Laura Fernández recogerá en unas semanas el Premio Ojo Crítico de RNE por La señora Potter no es exactamente Santa Claus (Literatura Random House), una novela catedralicia de 700 páginas, docenas de personajes y un mundo propio lleno de fantasía que va por su quinta edición, cuya buena acogida hace pensar que quizá estemos ante el retorno de la imaginación en su sentido más puro. Fernández así lo cree. «La literatura del yo ha estado ligada todos estos años al hecho que vivimos en una sociedad del yo y las redes sociales tienen mucho que ver. Se ha amplificado la idea del uno mismo. De los 15 minutos de fama de Warhol hemos pasado a los minutos que tú creas que te están dando en Twitter. Las redes sociales nos hacen creer que vivimos en una burbuja donde lo que contamos es interesante, y creo que eso anima a escribir sobre uno mismo todo el tiempo», explica la escritora, que se confiesa alérgica a la primera persona hasta el punto de que hasta hace poco escribía su diario en tercera persona.


«Hace poco Douglas Coupland apuntó algo muy interesante: que todo este empacho del yo está llevando paradójicamente a una autofobia. Hay tanto yo en las redes y es tan fácil ser una persona u otra, disfrazarse con personalidades que parecen tener muy claro lo que piensan, que lo que se genera cada día en redes no son más que copias de otros, y eso está haciendo que el yo desparezca», explica la escritora. «Además, la autocensura en Twitter es muy evidente, con lo cual el yo es un yo disimulado, ya no es el yo real, original. Creo que esto también va a hacer que la literatura de yo recule».


«Todo empieza a parecerse», coincide la argentina Mariana Enriquez. «Colectivamente noto un resurgimiento de la imaginación, de la construcción de mundos, del salir de uno mismo como forma de contar historias». Para la autora de Nuestra parte de noche (Anagrama), reina del terror fantástico a los dos lados del Atlántico, la clave está en que la literatura no se quede sólo en el testimonio. «Camila Sosa, por ejemplo, te habla de sus experiencias como una mujer trans que se prostituye y lo mezcla con momentos de evasión de realismo mágico y fantástico en Las malas, que es un libro totalmente anfibio. O María Gainza, que está hablando de sí misma mientras te cuenta la historia de Mark Rothko en El nervio óptico, otro libro extraordinario. Son dos ejemplos de buena literatura del yo».


«Eliot dijo aquello que la poesía no ha de explicar qué te pasa sino qué pasa y yo creo en ello de manera enfervorizada», afirma el escritor Carlos Zanón. «Prefiero la imagen de la mujer de Lot, Eurídice o el Flautista de Hamelin para mostrarme bajo una ficción que mirar atrás te impide seguir que un libro de autoficción que te diga simplemente eso, que al escritor o escritora le costó mucho olvidar a su último amor».


Para el autor de Love Song (Salamandra), la idea de igualdad como derecho se traslada de lo público a lo privado, «pero una cosa es todos somos iguales ante la Ley y otra que la opinión de Belén Esteban valga lo mismo que la de Nadia Calviño. Todo el mundo tiene derecho a escribir pero el talento no es democrático y, a veces, recae en quien no se lo merece. La literatura es un arte misterioso. Redactar no es escribir». Fernández opina que en un tiempo como el de ahora, en el que «no hay verdades absolutas, escribir sobre uno mismo es la manera más fácil de no meterse en ningún jardín. Cuando estás hablando de ti mismo, no te estás comprometiendo con nada. Simplemente estás diciendo: mira, esto me pasó a mi. Eso al final es una manera de vivir con miedo, con miedo a aprender».


«Las redes sociales son sitios para compartir cosas, pero también para contarse a uno mismo. Es un lugar sin editor», opina Enriquez, para quien literatura del yo siempre ha existido, desde los Diarios de Montaigne a Georges Perec. «Creo que lo que sucede ahora es la explosión de un tipo de literatura del shock, del testimonio catártico. Puede tener que ver con el MeToo, pero para mi está mucho más relacionado con las redes sociales, que son el lenguaje contemporáneo y terminan permeando absolutamente todo, también, por supuesto, la literatura. No lo digo como crítica, sino como observación». «Es cierto, somo tiranos en un mundo hecho a nuestra medida», coincide Zanón, «y el narcisismo, la pornografía emocional y de la imagen hace que creamos que el mundo necesita de nuestra opinión, nuestra novela, nuestras fotos y nuestras ocurrencias. Pero nos nutrimos de mitos, de historias, de máscaras. Sólo a través de la ficción el autor se tropieza con la verdad y, en la lectura, el lector. Muchos libros de autoficción son inaguantables y vanidosos». «La ficción contiene más verdad que la vida de cualquier persona», añade Fernández.


El pasado diciembre la periodista Parul Shegal publicó en la revista The New Yorker un polémico artículo titulado The Case Against The Trauma Plot, donde alertaba sobre la incorporación del trauma como elemento recurrente en las historias que se cuentan hoy. Al contrario que en buena parte de la literatura del siglo XIX, donde la curiosidad del lector se encaminaba al futuro (¿me casaré?, ¿con quién?), la trama del trauma que gobierna hoy muchas de las ficciones televisivas y literarias redirige la historia hacia un pasado y sus cicatrices, convirtiendo a los personajes en «un conjunto de síntomas», dice Shegal. «En un mundo obsesionado con el victimismo, ¿ha surgido el trauma como un pasaporte para el estatus?», se pregunta la periodista, muy crítica con las dos adaptaciones modernas de Otra vuelta de tuerca de Henry James, que han añadido una violación al pasado de la institutriz y la nueva versión de Ana de las tejas verdes de Netflix, donde también se añade una historia de abuso violento que la protagonista revive en flashbacks nerviosos.


«Existe cierto victimismo en la sociedad de hoy, en parte porque no tenemos de qué quejarnos. Siempre te das cuenta cuando hay algo grande, como la pandemia, la guerra de Ucrania o el cambio climático. En esos momentos desaparece la literatura del yo porque, al final, lo que importa es la especie. Creo que estamos en los últimos estertores de la humanidad como un conjunto de seres únicos. En el fondo no deja de ser el capitalismo, que nos ha atomizado a tal nivel que nosotros mismos nos creemos que somos productos importantes. Ese capitalismo está agonizando, igual que todas las burbujas de Twitter y los micromercados», reflexiona Fernández.


A Enríquez todavía le dura el enfado de la última versión estrenada por la BBC de Cuento de Navidad de Charles Dickens, en la que se añade un episodio de abuso infantil en un internado a la biografía del protagonista, el avaro Míster Scrooge. «Me puso absolutamente loca», confiesa la argentina. «El texto de Dickens es una fábula, un cuento de fantasmas. No podía creer lo que estaban haciendo con un texto que es perfecto, ese mecanismo de atribuirle a cada defecto humano una causa-efecto, como si los seres humanos no fuéramos complejos».


Para la autora de Los peligros de fumar en la cama, el sacar historias de su contexto y recrearlas con la agenda contemporánea es algo problemático. «No hay ningún problema con ofenderse, con entender que en otros tiempos la gente pensaba de otra manera y que creía cosas que ahora nos parecen terribles. Se habla de la brutalidad de otras épocas, pero para mi es al revés, existe un falso traslado a la ficción de lo que ofende, cuando después vas por la calle y te mata un policía, hay una guerra horrible en Ucrania, la gente es racista, los países tienden a la ultraderecha... me parece de una esquizofrenia total el doble discurso de la empatía con el otro mientras muere gente en el Mediterráneo. Es un disparate. Y además es reaccionario, porque es explicar que los poderosos, que son los que tienen más capacidad de hacer daño, tienen un motivo para ser así. Y es terrible que te pidan compasión con el cruel, ¿no? Puedes tenerla, pero no significa que no merezca un castigo, que es lo que te está diciendo Dickens».

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