Esta película, estrenada en cines, es una representación caricaturizada del entorno rural, sumido en el atraso y sin oportunidades de progreso, pues el sistema maldito hace que los pobres sigan igual, a causa de los gobernantes malvados. Va del preciosismo de Eisenstein, a la chacota de Estrada.
En el universo del director Luis Estrada, los mexicanos son huevones, irresponsables y tontos. La corrupción los llama permanentemente para solucionar sus problemas por el camino fácil, y su destino es trágico, pues, al final, terminan jodidos por su mala estrella, si no es que los gringos les ganan la partida.
¡Que viva México!, estrenada en cines, es una representación caricaturizada del entorno rural, sumido en el atraso y sin oportunidades de progreso, pues el sistema maldito hace que los pobres sigan igual, a causa de los gobernantes malvados. Aquí, quienes detentan el poder se benefician inescrupulosamente, a costa de los que menos tienen.
Parece que Luis Estrada regresa medio siglo y hace comedia política setentera, con una propuesta temática que pretende ser transgresora, pero que se queda en un comentario social de comedia bufa con chispazos surrealistas. No se puede tomar en serio una producción que se cicla en montones de clichés para pretender conformar un gran espejo en el que debe reflejarse el mexicano para sentirse incómodo y avergonzado, quizás, de su mediocridad y conformismo.
En lo que parece ser la continuación de la sólida trilogía de su autoría, La Ley de Herodes (1999), El Infierno (2010) y La Dictadura Perfecta (2014), esta nueva cinta es la agonía de una fórmula que ya se agotó. Aunque se vende como una desafiante sátira sobre el actual gobierno de Andrés Manuel López Obrador, en realidad es un chiste largo sobre un pez fuera del agua, un ejecutivo de la ciudad que es obligado a trasladarse con su familia al campo, lo que le generará enormes problemas a causa de su propia estulticia.
¡Que viva México!, va del preciosismo de Eisenstein, a la chacota de Estrada.
¿Era necesaria esta cuarta parte del México aniquilado por la deshonestidad de sus líderes y gobernantes? El discurso vigoroso de antes parece diluirse ahora, pues sobre la política en tiempos de la 4T solo hay referencias y alusiones, dirigidas a un público adulto y enterado. Sí, hace mofa directa de las irreales promesas de AMLO de acabar con la corrupción, y exhibe al pueblo bueno y sabio, así descrito en el discurso oficial, como bobo y atrasado.
A lo largo de sus más de tres horas de duración, se muestra el retrato del Presidente de Morena, en recintos oficiales y un risible espectacular de su campaña de reelección. Se menciona que el PRI y el PAN son corruptos. Por ahí aparece, con reiteración, el concepto de los fifís, que tanto le gusta al Peje.
Pero el humor es desconcertantemente simple, como un entretenimiento dominical de los Polivoces, con envoltorio para intelectuales, con personajes que hacen variados papeles. Algunas estampas como las de la cárcel, los caminos rurales, la oficina del político, parecen sacadas de viñetas de Rius cuando describe al país jodido.
El maestro Damián Alcázar, siempre interesante, hace el rol de trillizos, como el ladino, aunque noble, minero fracasado, el cura amanerado con insinuaciones de pederasta, y el politicastro corrupto, que parece una réplica del célebre Juan Vargas. También se triplican y duplican Joaquín Cosío y Salvador Sánchez.
Pancho Reyes (Alfonso Herrera) es un ejecutivo en ascenso. Está casado con la bella, superficial y gastadora Mari (Ana de la Reguera), matrimonio con dos hijos. Viven como clase media alta.
Cuando se enteran de que murió el abuelo allá en la Mina La esperanza y lo menciona en el testamento, el joven codicioso regresa esperando que la dote le ayude a ascender en la escalera social. Pero su llegada al rancho, para reencontrar a su familia y hermanos a los que tenía décadas sin ver, le provocará insospechados problemas a causa de la avaricia que se despierta por el testamento, y la supuesta riqueza que será repartida.
La abuela (Angelina Peláez), una especie de Chavela Vargas deslenguada, es como la conciencia colectiva, que se encarga de enunciar las verdades incómodas y dolorosas. Completan el casting Ana Martín, Luis Fernando Peña, Leticia Huijara, Fermín Martínez, entre otros.
Jaime Sampietro, guionista de los últimos trabajos de Estrada, debe respaldarse en sobresaltos deshonestos, pues pone a Pancho en situaciones extremas que resulta que son escapadas oníricas, con alusiones buñuelianas de la última cena de los desharrapados. Porque la historia se queda atrapada en su reducida premisa.
A partir del segundo acto la narrativa se cicla y se hace repetitiva. Los visitantes citadinos tienen que adaptarse a los modos de una familia numerosa y gorrona, en la que se cumplen todos los lugares comunes de una prole que crece desordenada, que encarga chilpayates sin planificación y que vive al día, con frijoles y lo que caiga. Su moralidad es ambigua, pues pueden ceder a su pareja para que pague un favor con las delicias del cuerpo.
Ah, pero al momento de la celebración, incitados por cualquier alteración venturosa de la rutina, gastan hasta lo que no tienen. Dios proveerá luego de la pachanga.
La cinta termina exhausta, con varios finales, como si batallaran para encontrar el momento de cerrar la cortina. Entre las fatigas de Pancho por buscar el potosí extraviado, la resolución se va alargando, dando trompicones, anticlimática hasta que por fin de cierra el círculo, con una trasnacional que es la que termina explotando al país y a sus incautos habitantes, y la materialización de la peor de las pesadillas del joven progre, que entra en la azarosa rueda de la fortuna de la vida.
Quedan, al final de ¡Que viva México!, una carcajada sarcástica, y un mural en el que están plasmadas las desgracias y los vicios de los compatriotas cruelmente retratados por un excelente contador de historias, como Luis Estrada, que se quedó corto de guion.